La Cangreja A oscuras, Sandro corrió desbocado colina abajo por escarpadas piedras lo que lo hizo tropezar y caer rodando por la pendiente, huía como si hubiera visto un espectro o más bien dicho como si se le hubiera aparecido el mismísimo diablo. A los días, el grupo de rescatistas visivilizaron un bulto oscuro que parecía ser el cuerpo de un hombre en el fondo del guindo, estaba justo en el lugar que el transportista le reportó a la policía haberlo visto, al fondo del cañón conocido como la Cangreja, en el cerro de la Muerte. —Algo no me calza amigo, dices que la situación en tu país está bastante jodida; que nadie puede costearse ni siquiera lo básico para vivir y a la gente se le dificulta encontrar un empleo mas o menos decente y luego me dices que tu mujer te dejó porque tu no tenías dinero ni para el pan. Si fuera así, bien hiciste en venirte porque tu situación era una mierda allá, sin embargo ¿Cómo lograste juntar todo ese dinero? —Le preguntó el transportista luego que Sandro dejó caer un fajo de dinero sacando una foto de su ex mujer que tenía dentro de su mochila. Eran fajos de cien dólares y los había pedido en préstamo a sus amigos de la barriada. Llevaban más de dos horas conversando como si fueran viejos amigos, luego de que se subió al camión en Paso Canoas, la frontera con Panamá. Al ver al joven moviendo su brazo con el pulgar estirado a la orilla de la carretera, pensó que llevar compañía le sentaría bien para hacer menos tedioso el viaje, así que se detuvo y le preguntó al joven hacia dónde se dirigía y al igual que él, iba hacia Cartago, Sandro era un chico de estatura media, tez blanca y de escasas carnes pero con una gran mochila sobre su espalda que decía a leguas que era extranjero. Sandro sin titubear abordó el camión y agradeció al conductor, que despedía un fuerte olor a diésel, era un hombre alto pero no muchímo, dueño de una gran barriga y de brazos musculosos al igual que sus piernas, cubiertas en parte solo por un pantalón corto lleno de grasa de motor, dejaba ver lo velludas que eran. Llevaba puesta una desgastada gorra que medio camuflaban sus grandes y oscuros ojos de su rostro barbudos y piel arrugada pero endurecida quizá por el sol, le llevó a Sandro a calcularle que podría andar en sus cincuenta y tantos, pero más adelante se enteró que iba a cumplir tan solo treinta y nueve años muy pronto. Por su lado, Sandro era hijo de padre Argentino y madre Tica, había emprendido un viaje desde la provincia de Córdoba hacía un tiempo atrás. Su peregrinaje lo venía realizando prácticamente solo pidiendo ride o como dijo él, haciendo dedo a la orilla de las carreteras, decidido a llegar a la basílica de Los Ángeles en Cartago. Le comentó al transportista que vení en busca de un milagro, una promesa a la virgencita para que le concediera recuperar a su mujer, pero también quería mejorar su situación económica, aquí y encontrar un trabajo. Había escuchado que Costa Rica estaba mucho mejor que su país en cuanto a lo económico, dijo preferir ir a Estados Unidos, pero la visa se la habían negado ya un par de veces. Cuando era niño y justo antes de morir su madre, ella le contó cómo la virgencita le había hecho el milagro de conocer a su padre y que poco después se casaron, Sandro había crecido entre estampas y velas de la negrita gracias a su madre, por esto y apesar de nacer como argentino estaba convencido que en esos asuntos de fe prefería a la negrita que a Maradona. Pero cuando se le cayó el fajo de dólares frente al transportista, Sandro notó algo de suspicacia en él, insistió tanto en averiguar cuántos más de esos fajos cargaba consigo que prifirió cambiar de tema y sin brindar más detalle continuó hablando de su recorrido desde Argentina. —Para ser exactos el seis de junio salí de casa, —le dijo— es decir, a ver, ¡oh! Sí, hoy hace seis meses exactos dejé mi país. —proseguía mientras hacía números con los dedos. —¿Seis meses hoy? Que mal augurio, —dijo el transportista con voz algo ronca. —Como consejo te digo que no deberías de hacer nada hoy, no vayas a Cartago —Insistió el transportista. Sandro sin entender aún la razón de sus consejos, se limitó solo a escucharlo porque empezó a hacer operaciones matemáticas en voz alta, bastante básicas por cierto, como dos mas dos cuantro y así, Sandro aguantó la risa mientras él combinaba todos esos números entre si como para según él, predecir los resultados de esa numerología de la fecha de partida de Sandro, luego le aclaró que esa técnica la había utilizado siempre para adivinar la lotería o evitar las sorpresas que la vida trae consigo —Son ciclos que se repiten cada cierto tiempo, —le dijo, para luego confesar que él mismo utilizaba a modo de cartas del tarot las matrículas de otros automóviles mientras conducía su camión, pero que también funcionaba con las fechas de viajes y cumpleaños. Pensaba patentar su método y dijo que una vez le ayudó a pegar el mayor de la lotería, a su compadre. Aunque Sandro no entiendío por qué ayudó a un compadre a ganar la lotería y no se ayudó mejor a él mismo, pero para no parecer descortez, le acentía con la cabeza a cada una de las operaciones que el transportista le trataba de explicar. —Si logras dominar este método, —continuó— no solo puedes hacerte millonario, si no que también te puedes evitar muchos problemas, ¡hazme caso!, hoy deberías tener mucho cuidado has cuentas, el seis de junio y justo hoy son seis meses desde la partida de tu casa. ¿No te queda claro?... y continuó hablando más sobre aquello, haciendo cada vez más enredo con los números, Sandro que ya lo tenía marcado de tantas mamadas, hacía un gran esfuerzo para no quedarse dormido . Poco antes de caer la tarde, ya muy aburrido del tema de la numerología, se bajó del camión o más bien lo bajaron. El transportista se detuvo en un lugar llamado la Cangreja y allí le pidió que se fuera, señalando con su dedo un viejo y abandonado camino de piedra, le dijo que lo tomaría solo treinta minutos caminando y luego llegaría a un hermoso mirador donde podría ver la ciudad del valle de Cartago y que sería para él, el sitio más seguro para pasar la noche allí acampando, mientras miraba la pequeña tienda arrollada que llevaba amarrada a su mochila aunque el lugar no parecía apto para montar un campamento. El transportista se despidió diciendo que no se preocupara por el camino en tan malas condiciones, lo importante era pasar una plantación de café abandonada, que hace unos treinta años atrás las tierras pertenecieron a un viejo llamado Menencio Tovar, que sin ánimos de asustarlo, pero a modo de dato curioso, le contó que alguna gente creía que su alma aún vagaba por el lugar, al decir esto, soltó una carcajada y le explicó que donde terminaba la finca de Menencio, allí iba encontrar el mirador. En fin, Sandro no se tomó esas sandeces del espíritu del tal Menencio en serio y más bien pensó que era una broma de mal gusto y algo infantil de su parte pero prefirió no hablar del asunto para que se fuera rápido. Sandro indeciso y desconfiado le dijo que ya iba hacerse de noche, que prefería no ir, pero el transportista insitió tanto y alabó sobre manera la vista de la ciudad que podía tener y en especial de La Basílica de Los Ángeles bellamente iluminada, que terminó diciéndole que la idea no le parecía tan mala. Cuando ya se había ido, por fin, Sandro continuó haciendo dedo a cuanto camión pasó, quedándose a la orilla de la carretera sin tomar el camino al mirador. Al final de la tarde y aún a ahorilla de la solitaria carretera, ya estaba cansado de que ningún otro camión se detuviera para llevarlo a Cartago, entonces se decidió adentrarse por el camino. Para entonces, el cielo se había nublado y un gélido viento con chubascos mojaba la cara de Sandro como si de agujas de acumpuntura se tratasen, secaba su rostro a cada instante con sus manos, teniéndolo que hacer al segundo siguiente nuevamente mientras avanzaba con algo de temor por el abandonado camino. Cada vez le daba más frío, a pesar del abrigo y una capa impermiable que llevaba puesta, pero continuó caminando por casi una hora más sin lograr encontrar el mirador, continuaba por el camino empedrado con la fe de hallar un lugar donde no pegara tanto viento y lluvia, pero más bien el terreno se puso cuesta arriba y se empezó cerrar como si la selva fuera comiéndose poco a poco el rastro de las piedras, hasta que el camino ya no fue reconocible, convirtiéndose en un angosto trillo de lodo y maleza cada vez más densa. El chapoteo de sus botas de cuero lo desanimaban aún más al hacer más pesados sus pasos por la empinada montaña, pero tercamente coninuó avanzando y al ver que se hacía de noche, se colocó una linterna de esas que se ponen en la cabeza y caminó por alrededor de una hora más. Cansado caminar por tanto rato y de subir y subir la montaña, llegó a pensar que podría ser una trampa del transportista para en algún momento regresar y robarlo, así que se desvió un poco del trillo para ocultarse y acampar en la oscuridad total y devolverse luego al amanecer, pero sus planes no le resultaron tan bien, por más que caminaba solo miraba maleza por doquier que mirara. Escuchó retumbos en el cielo, signo de que se aproximaba una tormenta, lo que lo hizo salirse del transe de caminar y cayó en cuenta de que estaba perdido. Abrumado, casi con ganas de llorar y ahora sin esperanza, caminó más, su preocupación ahora era una hipotermia y la amenaza de tormenta lo afligió al punto de casi dajarse morir allí donde fuera. Iba a dejarse a su suerte cuando vió un montículo que parecían los restos de un camión abandonado, estaba casi totalmente cubierto de enrredaderas como si una gran araña hubiera enrollado a su víctima, para comérsela más tarde cuando estuviera muerta. Supo que era un camión gracias a unos espacios aún sin cubrir de las enrredaderas y claro, a la forma característica del camión que sobresalía del matorral, entonces Sandro sin pensarlo, sacó de su mochila una cuchilla que a pesar de manipular con gran dificultad por el frío, cortó la enredadera con gran entusiasmo sin dejarse vencer por la temblorina, pero al retirar toda la enrredadera de la puerta de la cabina, se percató que no era posible abrirla, el corroído metal de la puerta y el marco se había fusionado haciendo imposible abrirla. Entonces sin perder el ánimo, quitó unos restos de vidrio que cubrían gran parte de la ventana y luego se asomó por ella, estaba bastante húmedo dentro y un desagradable olor a azufre y gasolina hacia que no fuera muy agradable la idea de dormir allí. Caían los primeros goterones y los estruendos de los truenos cada vez más cerca lo motivaron a no perder un segundo más, entonces tiró por la ventana su mochila, metió la cabeza y se impulsó con sus brasos. Para cuando logró estar dentro, notó que el camión habia sido calcinado como si hubiera sido quemado por completo, pero sin darle mucha importancia al hecho, se quitó las botas y calcetines que estilaban agua, se desvistió y luego se secó con una toalla que olía peor que la cabina. Sandro con rostro pálido y las falanges moradas pero ahora mas o menos seco, se puso otra vestimenta y se metió a duras penas dentro de su saco de dormir se acomodó en la incómoda cabina para dormir, pero el ruido de la tormenta no era comparable con el que hacían sus tripas, sin embargo el cansancio, el hambre, el frio y los truenos no lo dejaron conciliar el sueño, el agua se filtraba por el corroído y descascarado techo de metal humedeciendo poco a poco su saco de dormir. Más tarde, cuando la tormenta pasó y con solo las nalgas mojadasp pudo más el cansancio y se quedó dormido, pero no llevaba mucho cuando lo despertó un fuerte ardor en el cuello como si una avispa le hubiera picado, pegó un brinco que lo despabiló nuevamente, trató de encender su linterna que por dejarla a un lado se había empapado por lo que no encedió. Entonces con su mano tocó aquello que le había picado y al hacerlo recibió otro piquete en su cabeza. Sintió como unos dedos desendían nuevamente por el cuello, luego por los hombros, causándole un escalofrío, Sandro ya no sabía si su temblorina era por el frío o del susto que estaba experimentando, su corazón bombeaba más deprisa, buscó a tientas una pequeña vela dentro de su mochila y unos cerillos, trató de encenderlos pero estos se desmoronaban como pasta de arenisca, así probó sin éxito uno a uno hasta que por fín medio encendió un cerillo, pero la alegría duró un corto instante antes que se apagara y emperó porque fue suficiente luz para ver un instante a su alrededor a cientos de diminutos ojos brillantes, que contrastaban con las paredes llenas de tizne. Sandro gritó como niño asustado mientras se sacudía con violencia mientras trataba de quitarse las criaturas peludas que le andaban encima, despavorido se salió del saco y se lanzó de un brinco de cabeza por la ventana, luego se escuchó un fuerte costalazo en el suelo. Al abrir los ojos supo que había pasado mucho tiempo allí en el suelo, a su alrededor estaba todo seco y la luz del alba le indicó que estaba por amanecer, trató de moverse pero le fue imposible, entones pensó que había quedado paralitico de semejante golpe, aún así mantuvo la calma, miró a su lado y al lado vio las piernas piernas largas de alguien, subió su mirada y eran de un hombre alto que llevaba pantalón y traje negro, vestía un saco elegante con dos colas de pico que le llegaban a las rodillas, al llevarlo desabotonado dejaba ver un chaleco de piqué blanco y un corbatín negro bien puesto en el cuello, pero lo que más le llamó la atención de aquél hombre era el sombrero estilo top hat que lo hacía verse aún mas alto de lo que de por sí ya era, no logró ver el rostro del hombre que mas bien lo percibía como una sombra. —¿Quién será ese? —se preguntó aún desorientado. — Soy Menencio Tobar. —Dijo el hombre como si hubiera escuchado sus pensamientos. Ese nombre se le hizo familiar pero no recordaba de dónde, entonces quizo preguntarle si le ayudaba a levantarse, pero las palabras no le salieron por más que lo intentó. Miró a su alrededor y a pesar de la escasa luz del amanecer, pudo notar que estaba tirado sobre un camino lastrado de piedra, muy parecido al que tomó, pero este camino estaba en mejores condiciones que el otro, también notó al lado una plantación de café, pero algo peculiar ya que las plantas carecían de hojas y frutos, estaban secas sin vida. El Fuerte viento levantaba el polvo seco del árido lugar, haciendo un poco difícil respirar bien y ver, inclusive escuchar lo que el hombre decía era un gran reto. Al lado del hombre había un camión muy parecido al que estaba cubierto por enrredaderas, aunque éste otro a diferencia del que estaba abandonado, lucía en perfectas condiciones y estaba cargado con rojos granos de café. —¿Ese camión será de este hombre? —Pensó, pero esta vez no recibió respuesta de Menencio o almenos el ruido del viento que soplaba ahora más fuerte no le dejó escuchar. Menencio tomó entonces un bidón que por el olor, Sandro supo que era de gasolina, luego vio como roció su contenido por todo vehículo. A Sandro se le aceleraron los latidos del corazón, peor que cuando vio los cientos de diminutos ojos a su alrededor, tanto que pensó que sufriría un ataque al corazón, —Me van a quemar vivo —pensó. Quizo gritar al hombre que el dinero estaba en su mochila para que lo dejara vivir, pensando que todo esto era un plan del transportista, sin embargo la voz no le salió, entonces silenció sus pensamientos y trató de escuchar lo que balbuceaba Menencio, como para adivinar cuáles eran sus planes y así logró a duras penas oír lo que decía en medio del fuerte viento aunque solo pudo captar algunas palabras, como que había una situación difícil con la economía del país y que la cosechas ya no eran lo mismo, que el café ya no valía nada, que por eso su mujer lo dejó. Sandro casi se desmaya cuando vio que Menencio sacó del bolsillo un mechero, lo encendió y lo tiró al camión que prendió fuego de inmediato. Sandro trató de levantarse y correr, pero la fuerza centrífuga que le mantenía anclado al suelo no lo dejaba. Entonces vio como el hombre sacó un arma del costado del traje y apuntó a Sandro quien sin más reparo se mió en sus pantalones, trató de gritarle que por favor no lo matara pero su voz no le salió por más que lo intentaba, como si la misma fuerza que le anclaba al suelo sujetara tambien sus palabras a las cuerdas vocales, sintiendo solo un nudo en su garganta. Menencio dejó de apuntar a Sandro con el arma y puso la punta del cañón dentro de su propia boca y presionó el gatillo. El hombre cayó a lado de Sandro, quien en ese momento logró soltarse de la fuerza que le sujetaba al suelo y corrió sin rumbo gritando, despavorido colina abajo un tanto extrañado porque en lugar de amanecer había más bien oscurecido, iba dando sancadas de ciego por la escarpada cuesta, dando alaridos colina a bajo en medio de la lluvia, la oscuridad y el barro, alzó la mirada y vio las luces de la ciudad y allí estaba la basílica imponente e iluminada, pero esa distracción lo hizo tropezar y rodó y rodó colina abajo cayendo al fondo del cañón. Un par de días después, cuando los rescatistas lograron bajar por las escarpadas paredes del cañón encontraron el cuerpo o más bien los huesos de lo que parecía haber pertenecido a un hombre alto con traje y sombrero. Los huesos, sugerían que llevaba muchos años allí pero a pesar de ello, las ropas se mantenían intactas y un tenue olor a gasolina y azufre se desprendían de ellas. A los metros de los restos, encontraron a Sandro tirado en el suelo todo golpeado, temblando con los ojos pelados y la cara petrificada, casi momificado. Para cuando lo lograron sacar del cañón y al ver al transportista esperándolo a la orilla de la carretera junto a la ambulancia, Sandro a duras penas sacó de su bolsillo un pequeño corazón de plata, luego sugetó sin fuerzas la mano del transportista y le dio el dije. Una voz tenue de moribundo le pidió que le llevara su corazón de plata a la basílica de los Ángeles.